diumenge, 6 de febrer del 2011

Comienzos

Pequeña, pero lo hizo. Volvió a meter la pata.

Ayer empezó a trabajar en un restaurante de delante de su casa. Su única función: recoger mesas y servir y quitar vasos. Nada más simple que eso.

Pero a diferencia de servir mesas en un restaurante español, hacerlo en uno irlandés acarrea ciertos desastres provocados por un oído nada acostumbrado al acento del país. Dos veces llevó la carta de los menús a la mesa donde le habían pedido la factura y sirvió a una niña cree que licor de naranja en vez de fanta de naranja. Y un señor, muy grande todo él, con una barriga aún más grande, se levantó para quejarse de que una chica había servido a su padre el café erróneo (o quizá el whisky). Sí, la chica era ella.

Para terminar, cuando salía de la cocina después de dejar unos platos, tropezó con otro camarero que entraba, haciendo que se le cayera la taza y le enganchase la mano con la puerta.

"Bueno" -le dije-, "no has pasado desapercibida en tu primer día. Esto hará que te vuelvan a llamar o bien para despedirte o bien para que sigas".

"Pffff...", solo me supo decir.

dissabte, 5 de febrer del 2011

io-io

Arriba, abajo, arriba, abajo, arriba, abajo, arriba, abajo, arriba, abajo, arriba, abajo.




Arriba.





Abajo.

dimarts, 1 de febrer del 2011

Estrenos desastrosos

Mathilde y Helena viven en un apartamento con dos chicas más en la Christ Church Cathedral. Hace poco que la última se mudó a la vivienda pero ya se ha convertido en el piso franco: viernes y sábado, ahí las tienes charlando y bebiendo cerveza.

Un día quedaron para cenar con Eleonora, Piero y mi amiga y una de las compañeras brasileñas del piso, Ana. El plan era cocinar un plato español y otro italiano y luego salir un poco de pubs. Pero Piero vivía en Rathmines y Mathilde y Helena en el centro. Y además, tenían que ir al piso de ellas porque la catalana se tenía que duchar. Así que al final consiguieron convencer al hombre para que fuese él quién se moviera de casa y de este modo, pudieran estrenar, como es debido, el piso de las chicas con una cena y una bonita fiesta después. Los roles ya habían quedado establecidos: Eleonora y mi amiga cocinaban, el resto comía. Se esperaba una noche interesante, claro que sí. Lástima que las cosas se fueran un poco del revés.

Nuestra compañera, como buena catalana y española se encargó de la tortilla de patatas que quemó en el centro dejando solo los bordes comestibles. De hecho, mientras la cocinaba una humareda inundó el comedor de Mathilde y Helena (pero por suerte no se enteraron). Y por si fuera poco, se le enganchó en la paella. Comieron tortilla quemada y rota. Pero es que además, Eleonora, que sólo debía hacer pasta con tomate y chili, también destrozó el plato. Hablando de un hombre que la trae de cabeza, sin querer, en vez de echar un poco de chili, le echó un MONTÓN. Caras rojas, sofocos, vidrios entelados, el agua que se terminó en segundos y mucha calor impregnaron a todos los comensales después del primer bocado. Eleonora y Piero, según ella, no se quejaron demasiado, incluso dijeron que estaba muy buena. "Y lo estaba, pero no veas como me picaba la lengua, nadie podía hablar", me contó.

"Bueno", le dije; "ya tenéis la excusa perfecta para repetir velada".

Malentendidos

"Iba yo andando hacia la gran cita con entusiasmo y aplomo. Después de casi un mes de enviar 30 currículos por semana, por fin tenía una entrevista de trabajo. Además, antes de salir de casa, Mary me había dicho que por la tarde tenía otra entrevista en el bar de delante de casa y me había llegado el libro del Plàcid García Planas (Jazz en el despacho de Hitler) que mi madre me había enviado y tanta ilusión me hacía. Así que era una buena mañana. Sol, poco frío para ser Dublín, todo indicaba que las cosas empezaban a ir hacia arriba y no hacía abajo como me había parecido los últimos cuatro meses.

Llegué al hotel de Blanchardstown temprano, como siempre, y dije en recepción quién era y que tenía una entrevista de trabajo. Así como muy importante quedé yo. En fin, que no había nadie aún y me senté a esperar a John no sé que más y a una señora de la cual tampoco sabía su nombre. Al cabo de un cuarto de hora, llamé a John y me dijo que preguntara por la reunión Living products (o eso entendí) y que fuera allí.

Subí al segundo piso y entré en la sala número 11. ¡Qué sorpresa más... desagradable! Había un señor delante de un proyector con un color de piel muy extraño, dos latinas y tres amas de casa tomando notas y una mesa al lado del proyector llena de productos cosméticos. Aloe Vera, leí. Me senté en la última silla y escuché. Por dios. Era como una secta. Estaban hablando de los milagros de las pastillas, los brebajes y cremas y otros de Aloe Vera: que si es brilliant para los resfríados, que si es wonderful para el colesterol, que si es lovely para la cara, que si el olor es amazing, ... por favor. La señora de la cual no sabía su nombre estaba allí y no dejaba de apuntar a todas las preguntas que las amas de casa hacían que el producto en cuestión "también era muy bueno para la piel". ¡De hecho todos lo eran! Al final creo que todo el mundo comprendió que, por encima de todo, todos los potingues esos eran ultramegahiperbuenos para la piel.

El señor de la piel, valga la redundancia, de un color entre naranja-rojo-moreno era horrendo. Nunca había visto a nadie tan malo haciendo una exposición. Incluso yo puedo ser mejor: me pongo roja, lo cual hace reír a la gente y por lo tanto la charla se hace amena. Ese señor dormía mientras hablaba y entre frase y frase pasaba una eternidad. Además iba comentando los beneficios de las pastillas o las bebidas que él tomaba. No miento si juro que almenos se toma 10 pastillas diarias de cada cosa. Después se levantó la mujer y se puso a detallar los avances de una crema. Infintos. Y todos increíblemente buenos, claro.

Resumiendo, sentía que estaba dentro de una secta, de unos fanáticos de productos Aloe Vera, de unos obsesos de las pastillas, la salud y, evidentemente, ¡la piel! ¡Además hacían preguntas! Pero ¿qué preguntas se puede hacer sobre una simple crema de la que sólo puedes decir: ¿pero porqué es tan cara esa cosita de nada?"?. Fue horrible, la palabra que me sale es flipados. Y obsesionados. Yo no digo que no te cuides, yo soy fan de cuidarse e incluso siempre recomiendo la crema hidratante Aloe Vera (en el Mercadona sólo vale un euro y va genial). Pero de allí, a necesitar 4 horas para ponerte todos los potingues que son buenos para tu piel, para rejuvenecerte, para curarte del colesterol, la grasa, los resfríados, las articulaciones... Incluso renegaron de andar por que claro, "la polución es perjudicial para vuestra piel". Si ahora nos ponemos en el lugar de la señora, me veríais a mi sentada, en la última silla, al rincón, con brazos y piernas cruzados, con la chaqueta en la falda y la bufanda aún puesta en plan "a la que pueda salgo corriendo" y con los hombros encogidos, asustada, con la cara a juego. Sólo pensaba en una cosa desde el momento en que me senté en la sala 11: "NECESITO salir de aquí".

Al final urdí un plan: le dije al hombre-pomelo que creía que me había confundido y que me había equivocado. Me preguntó: "¿quieres que salgamos y te explico un poco de qué va esto?". Ahí fue cuando vino un ángel a rescatarme. Salimos fuera y por poco me río delante suyo. Además de tener la piel extrañamente extraña (me juego lo que quieras a que era de tantos productos Aloe Vera) se llama Ken. No voy a añadir más comentarios.

Resumiendo, quedamos en que ya volvería a llamar para que alguien me contase de qué iba todo aquella secta religionaria con Aloe Vera por Dios. Evidentemente, no lo voy a hacer, conseguí la excusa perfecta para desaparecer del mapa.

Salí casi corriendo del hotel. ¡Me sentí tan estúpida! Tantas ilusiones en unas horas para que en un simple minuto todo se vaya al garete. Pero fue error mío: la próxima vez, me aseguraré de quién me llama".

He tenido que transcribir su anécdota. ¡Qué auténtica!