dimecres, 23 de setembre del 2009

Far ... far away ...

Autora foto: Noelia Roser Quesada

Llegar y sentarte en un rincón donde no haya plantas para mojarte después de la lluvia. O bien sentarte en el borde del acantilado, con los pies colgando en el aire. Buscar con calma y acariciando todas tus pertenencias en el bolso. Encontrar lo deseado, sacar uno y encenderte un cigarrillo. Volverlo a poner todo en su sitio, y quedarte sólo con el humo que expiran tus pulmones.
Volver los ojos y mirar fijamente la immensidad del mar, dejándote atrapar por las olas, desde la distancia. Y es entonces, cuando pones tu mente a volar. Y te empiezas a preguntar preguntas absurdas pero que surgen cada vez más rápido, una detrás de otra, a tu cabeza, a tus oídos, a tu boca.
Delante de la eternidad del agua te das cuenta de la nimiez del ser humano. De lo minúsculos que somos las personas delante de lo eterno. Te preguntas cómo puedes formar parte de algo tan grande y a la vez, tan pequeño. Empiezas a preguntarte por tu exisencia. Y tu mente se pone a revolver en los cajones y empiezan los recuerdos. Donde empieza todo.
Te preguntas porqué el ser es tan débil delante de las adversidades. Te preguntas porqué la gente no puede seguir adelante cuando tropieza, cuando se cae. Cuando se ahoga. Y te preguntas porqué tú eres la primera en perder los sueños. Recuerdas recuerdos que se desvanecen con el tiempo, que ahora son sólo meras anécdotas pero que te transportan en el pasado, en el ayer. Te alejas suavemente, con la corriente, hasta días anteriores. En esos días cuando tu mundo se rompió. En esos días en que caíste dentro de un oscuro y negro pozo. En esos días, en que perdiste.
Recuerdas las lágrimas acaricándote la mejilla, a veces con furia, a veces con dulzura, perdiéndose en mitad de la noche, diluyéndose con el viento. Te pregunts porqué el tiempo no se paró. Porque siguió adelante. Después de perder las fuerzas por los ojos y las manos, te tumbaste en la cama y esperaste poder dormir mientras llovía sobre la almohada. Te preguntas porqué después de ese día amaneció. Querías que el tiempo se hubiese parado. Que los segundos se hubiesen ralentizado, conviertiéndose en eternos pasos hacia el avance. Querías pararte, sin seguir. Sentarte y descansar para llorar, para desahogarte. Pero amaneció y la luz de tu ventana interrumpió tu pesadilla. Y viste que la vida seguía.
Sabes que tienes que seguir, andar con el reloj en mano y procurar aprovechar los momentos, los instantes, los detalles. Pero ese día perdiste tu futuro y para ti, el presente se había perdido en la noche anterior. Pero aparece otro día más, la vida continua. Y te ves arrastrada por el universo a levantarte, a vestirte, a irte al trabajo. A pasear por caminos que no los saboreas porque tus pensamientos te tienen atrapada. Vas andando, adelante, hacia la izquierda. Más arriba. Llegas y encuentras a tus compñeros. Los mismos, aunque los ves diferentes. Sólo querías que el tiempo se parara. Estar sola durante horas colgadas. Sólo querías sentarte y vaciar lo que llevabas dentro. Sólo querías desahogarte con todas tus fuerzas, quedarte tranquila, calmada. Y poder pensar con claridad. Pero no pudiste. Tuviste que seguir, un día, otra noche. Una semana, dos. Y sigues anclada en el pasado, en un momento, en un instante que no se podía ir, que no te dejaba respirar.
Al final decidiste que no te quedaba otra que seguir los pasos de la muchedumbre y andar con o sin ellos, pero andar, correr. Seguir. Y te llenaste de buenos pensamientos, hiciste planes, dibujaste otro futuro, aún mejor. Los días pasaban con una nueva ilusión, pero cuando caía la noche, el aire se llevaba todo lo que habías recolectado al largo del día. La melancolía y la añoranza penetraban otra vez en tu cuerpo y te congelaban. Todo volvía a perder sentido. Aún sabiendo tu fortuna, que era una mera tontería, te frustrabas. Te frustrabas porque te afectaba y no te dejaba vivir tranquila. Te cabreabas porque te conseguía dominar, porque perdias las fuerzas, porque el horizonte se desdibujaba ante tus ojos. Y te daba rabia. Rabia de no poder afronar una tonteria, de no poder reponerte y mandar. Volver a ser dueña, volver a ser ama, volver a tener el poder.
Y luego venía a tu cabeza mil razones para abandonar tus sueños, mil motivos para perder la lucha que habías empezado años antes, tiempo atrás. Te convencías que no servías, que no valías. Que todo el mundo era mejor que tu. Que tu sólo eras una mancha negra que hacía funcionar mal el mundo. Sabías que te habías equivocado, en todo. En ti. Que habías luchado para nada, porque no podías afrontarlo, porque no sabías como hacerlo. Y la frustración aparecía, porque sabías que no había nada más en el planeta que desearas con tanto fervor. Lo querías, y lo conseguirías. Pero las piernas tiemblan y en ese momento eran sólo una montaña de azúcar. ¿Qué ibas a hacer con tu vida? Ya nada importaba, ya nada lo definía. Habías perdido. Habías perdido tus fuerzas, tus sueños y te abandonaste a la derrota.
Pero los días seguían y la rutina volvía. Cada vez que te entristecías, recriminabas tu egoísmo, tu falta de empatía, tu ignorancia. Todo. Te odiabas por ponerte triste por una pequeñez y recordabas tus horas pasadas de lectura, tus ansias de llegar a la meta. Y te lo volvías a proponer. Porque tenías una vida. No eras digna de quejarte.
Te preguntas porqué te preocupabas tanto, porque llorabas sola, porque deseabas la muerte de las horas. Te preguntas porque fuiste egosita y egocentrista, sólo pensando en ti. Y cuando te contaban, te ponías roja de la verguenza, porque dabas vueltas sobre un mismo círculo. Sin pensar en las situaciones de los otros, mucho peores y que por suerte, aún no vives. Pero, al fin y al cabo, te sentías sola, sin nada, vacía. Y sin fuerzas. Y con verguenza.
Te preguntas porqué no salías de esos pensamientos. ¿Quién eres tú? Sabías que sólo tenías que preguntar para, otra vez, ver lo que te hacía llorar. Memeces.
No somos nada. Sólo una letra de un episodio de un libro muy largo que aun se escribe. Sabes que la vida es sólo un soplo de aire.
Tus pensamientos se diluyen en el aire, en el fondo del mar. Se van con la brisa y se pierden en la eternidad y en lo efímero del tiempo. Se pierden, para volver luego. Disfrazados de algo que te parece familiar y que desconoces. Te preguntas porqué vale la pena seguir así. Pero vuelves a repetir, porque eres débil. Porque eres egoista. Y porqué, en el fondo, no eres nadie.
Pesas las preocupaciones en una balanza. Ni pesan. Enfrente de lo eterno, no eres nada. Y ves como los días se agotan.
Como se agota tu cigarrillo. Lo apagas y sigues mirando la immensidad del vacío cuando te llaman. El autobús se va. Con lo pequeña que eres en este mund tan gigante, con los días que aún quedan por llegar, y has tenido tentaciones de abandonar el barco. Qué estupidez, y qué estúpida.
Te levantas y empiezas a andar. Te vuelves para mirar los acantilados, el mar, el cielo. Qué gosadía contemplar tanta belleza y tu, perdiendo el tiempo por pequeñeces.
Vuelves al autobús contenta de haberte sentado y haberle hablado a la vida, en un momento, en un segundo. Sólo tu y el paisaje. El silencio. Un momento que sólo sucede en los Cliffs of Moher, en Galway.

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